sexta-feira, 26 de janeiro de 2007

Escritos en el agua - La Soledad de José Francisco Martínez Lahoz

Si me pienso sin amigos, sin familia, sin relaciones personales, la vida me sabe a hueco, a vacío, a soledad y aislamiento ; me miro en el espejo de cada día, y si no encuentro la mirada cómplice y compañera, mis ojos se ponen a pedir disculpas a la historia, o quizás permiso a no sé quién ; me coloco lejos de la periferia y mi centro se transforma en huracán. Vivir una temporada en el desierto puede ser interesante, pero si se alargan los días y las horas, el camino se empacha de dunas y arena. Cierto espacio para la soledad es inevitable, incluso aconsejable para crecer por dentro. Tan de verdad es esto que alguna vez desembarcamos voluntariamente en una isla desierta. Otras, muchas más, nos lanzan a la fuerza -a pesar de nuestras protestas- a la casa deshabitada, ala habitación desolada o a la pequena e inmensa soledad. En medio de la multitud o en el ruidos de una fiesta, podemos estar solos ; en el agobio de una playa repleta de sombrillas o en la bulla de un supermercado, podemos estar solos ; en el trabajo, rodeado de compañeros, o en nuestro cumpleaños lleno de regalitos, podemos estar solos. Podemos, estamos y sabemos que estamos solos. Me acuerdo aquí de gente conocida cuyo aislamiento -voluntario e involuntario- les ha traído el dolor más profundo, la frustración más desagradable y la angustia más penosa. Son personas que viven entre nosotros, por supuestos en medio de nuestra sociedad, con una vida de reuniones y contactos, pero a las que con fronteras invisibles y límites apenas perceptibles hemos ido o se han ido ellos mismos distanciando del afecto y la ternura. El aislamiento enferma a la persona. Sin los demás no podemos llegar a nosotros mismos. Por eso se me saltan las lágrimas -no se si de risa o de pena ... más bien de pena- cuando conozco a alguien que presume de su capacidad de vivir solo y de no necesitar a nadie. Eso no es ningún acto de heroísmo. Lo fuerte es conseguir no quedarse solo, lo trabajoso es abrirse a los de fuera, lo encomiable es fiarse de los extraños, lo heroico, lo estrictamente heroico, es aventurarse al diálogo, a la amistad y al amor. En estos días calorosos y de fiestas nocturnas -felicidades, Costa Tropical, ¿creías que se me iba a olvidar?-, de marcha y fuegos artificiales, recuerdo que leí una vez una historia conmovedora sobre la soledad humana. Era más o menos así : un médico de un hospital de niños, de no sé que país sudamericano, se quedó, en vísperas de Navidad, trabajando hasta muy tarde. Cuando decidió marcharse quiso dar una última vuelta por las salas, para comprobar que todo iba bien. Hacia esto cuando sintió que unos pasos le seguían. Se volvió y descubrió que un niño enfermo estaba detrás suya. El médico se acercó y el niño rozó su cara con la mano. «Dígale a ... » susurró el niño. «Dígale a alguien que estoy aquí».

Fonte: La Soledad de José Francisco Martínez Lahoz

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