LA PEQUEÑA BIBLIOTECA DE AUSCHWITZ - La lectura en las barracas de Alberto Manguel
La lectura en las barracas
Hace unos años, en un puesto del mercado de pulgas de Berlín, encontré un delgado libro negro encuadernado con tapas duras de tela, sin ningún tipo de leyenda. La página de portada, en una delicada caligrafía gótica, declaraba que era un Gebet-Ordnung für den Jugendgottesdienst in der jüdisschen Gemeinde zu Berlin (Sabbath-Nachmittag), en castellano, Libro litúrgico del servicio de jóvenes en la comunidad judía de Berlín (Noche de Sabbath). Entre las oraciones se incluye una "para nuestro rey, Guillermo II, Kaiser del Reich Alemán". Se trataba de la octava edición, impresa por Julius Gittenfeld en Berlín en 1908, y había sido comprado en la librería de C. Boas Nachf, en el número 69 de la Neue Friedrichstrasse, "en la esquina de Klosterstrasse", una esquina que ya no existe. En ninguna parte se mencionaba el nombre de su dueño.
Un año antes de que el libro fuera impreso, Alemania había rechazado las limitaciones de armamentos propuestas por la Conferencia de Paz de La Haya; unos meses después, la Ley de Expropiación decretada por el canciller del Reich y Presidente de Prusia Fürst Bernhard von Bülow autorizaba más asentamientos alemanes en Polonia y, a pesar de que prácticamente nunca fue aplicada contra los terratenientes polacos, le otorgaba a Alemania derechos territoriales que permitieron, en junio de 1940, el establecimiento de un campo de concentración en Auschwitz.
El dueño original del libro de oraciones probablemente tuviera trece años cuando compró el volumen o se lo regalaron, la edad a la que le habrían permitido sumarse a las plegarias de la sinagoga. Si sobrevivió a la Primera Guerra Mundial, habría tenido treinta y ocho años cuando nació el Tercer Reich en 1933; si se quedó en Berlín, es probable que haya sido deportado, como muchos otros judíos de Berlín, a Polonia. Tal vez tuvo tiempo de entregarle el libro de oraciones a alguien antes de que se lo llevaran; quizá lo ocultó o lo dejó, junto con los otros libros que seguramente había coleccionado. Habría sido casi inconcebible para un hogar berlinés de los años 30 no hacer alarde de una biblioteca. Qué lecciones se aprendían de esos libros es otra cuestión. Sus bibliotecas no ayudaron a salvar a las víctimas.
"Toda víctima exige lealtad", escribió Graham Greene en El revés de la trama, y las víctimas literarias muchas veces ascienden al rango inesperado de héroes. Tal vez suceda que ninguna narrativa es posible sin una víctima dado que, paradójicamente, un protagonista es, en muchos casos, alguien a quien le suceden cosas. Privada de un papel verdaderamente activo, la víctima de todas maneras adquiere una identidad activa a través del discurso. La víctima se convierte en testigo (o lo invoca); la víctima tiene en mente la acción infame o la imprime en la mente de alguien que luego contará la historia. Porque la voz de la víctima es importantísima; el victimario muchas veces intentará silenciar a las víctimas: cortándoles literalmente la lengua, como en el caso de la violada Filomela en Ovidio, o escondiéndolas, como hace el rey con Segismundo en La vida es sueño, o negando su historia, como en El fin de la historia, de Liliana Heker. En la vida real, las víctimas "desaparecen", se las encierra en un ghetto, se las envía a prisión o a campos de tortura, se les niega credibilidad. Los métodos son los mismos. Sólo cambian las metáforas. Existe cierta justificación para el intento, a través de la creación artística, de recordar a las víctimas, de restablecer su visibilidad, de erigir monumentos conmemorativos literarios que, gracias a un arte inspirado, actúen como pilares de algo que se acerque a la comprensión del sufrimiento de una víctima. Y esto, sin un objetivo visible o explícito: los autores de los libros en mis estantes no pueden haber sabido quién los leería, pero cada una de las historias que relatan anticipa o implica mi existencia, da testimonio de experiencias que todavía no tuvieron lugar.
Cuando los nazis iniciaron su destrucción y saqueo de las bibliotecas judías, el librero a cargo de la Biblioteca Sholem Aleichem en Biala Podlaska decidió salvar los libros transportando, día tras día, tantos como él y un colega pudieran trasladar, aunque creyera que muy pronto "no quedarían más lectores". Después de dos semanas, las posesiones habían sido trasladadas a un ático secreto, donde fueron descubiertas por el historiador Tuvia Borzykowski mucho después de que hubiera terminado la guerra. Al escribir sobre la acción del librero, Borzykowski observó que fue llevada a cabo "sin siquiera considerar si alguien alguna vez necesitaría los libros salvados": fue un acto de rescate de la memoria per se. El universo (según creían los antiguos cabalistas) no depende de lo que leamos, sino de la posibilidad de que lo leamos.
Desde la emblemática quema de libros llevada a cabo en una plaza de Unter en Linden, frente a la Universidad de Berlín, en la noche del 10 de mayo de 1933, los libros se convirtieron en un blanco específico de los nazis. Menos de cinco meses después de que Hitler se convirtiera en canciller, el nuevo ministro de Propaganda del Reich, el doctor Paul Joseph Goebbels, declaró que la quema pública de autores como Heinrich Mann, Stefan Zweig, Freud, Zola, Proust, Gide, Helen Keller, H.G. Wells le permitía "al alma del pueblo alemán volver a expresarse. Esas llamas no sólo iluminan el punto final de una era pasada; también echan luz sobre la nueva".
La nueva era proscribía la venta o circulación de miles de libros, tanto en negocios como en bibliotecas, así como la publicación de otros nuevos. Los libros que comúnmente se conservaban en los estantes de la sala de estar porque eran prestigiosos, informativos o entretenidos, de pronto se volvieron peligrosos. La posesión privada de los libros registrados estaba prohibida; muchos fueron confiscados y destruidos. Cientos de bibliotecas judías en toda Europa fueron quemadas, tanto colecciones personales como tesoros públicos. Un enviado nazi alegremente informó sobre la destrucción de la famosa biblioteca del Lublin Yeshiva en 1939: "Para nosotros fue una cuestión de especial orgullo destruir la Academia Talmúdica, conocida como la más grande de Polonia. Arrojamos la inmensa biblioteca talmúdica fuera del edificio y llevamos los libros al mercado, donde les prendimos fuego. El fuego duró veinte horas. Los judíos de Lublin se reunieron alrededor y lloraban con amargura, casi acallándonos con sus lamentos. Convocamos a la banda militar y, con gritos vivaces, los soldados ahogaron el ruido de los gritos judíos".
Al mismo tiempo, los nazis decidieron salvar algunos libros con fines comerciales y de archivo. En 1938 Alfred Rosenberg, uno de los principales teóricos nazis, propuso que las colecciones judías, inclusive la literatura secular y religiosa, se preservaran en un instituto dedicado al estudio de "la cuestión judía". Dos años más tarde, se inauguró el Institut zur Erforschung der Judenfrage en Francfort del Meno. Para procurar el material necesario, el propio Hitler autorizó a Rosenberg a crear un grupo de trabajo constituido por expertos libreros alemanes para seleccionar los tesoros robados: la notable ERR, "Einsatzstab Reichsleiter Rosenberg". Entre las colecciones confiscadas que se incorporaron al Instituto estaban las bibliotecas de los seminarios rabínicos de Breslau y Viena, los departamentos Hebreo y Judaico de la Biblioteca Municipal de Francfort, la biblioteca del Collegio Rabbinico de Roma, de la Societas Spinoziana de La Haya y la Casa Spinoza de Rijnburg, de las editoriales holandesas Querido, Pegazus y Fischer-Berman, del Instituto Internacional de Historia Social de Amsterdam, la biblioteca de Beth Maidrash Etz Hayim, las bibliotecas del Seminario Israelita de Amsterdam, del Seminario Israelita Portugués y la Rosenthaliana, la biblioteca del rabino Moshe Pessah en Volo, la Biblioteca Strashun en Vilna (el nieto del fundador se suicidó cuando le ordenaron ayudar a catalogar los libros), bibliotecas en Hungría (donde se estableció un instituto paralelo sobre "la cuestión judía" en Budapest), bibliotecas en Dinamarca y Noruega, decenas de bibliotecas en Polonia (especialmente la gran biblioteca de la sinagoga de Varsovia y del Instituto para Estudios Judíos). De este volumen gigantesco, el equipo de Rosenberg seleccionó los libros que serían enviados a su Instituto; todos los demás fueron destruidos. En febrero de 1943, el Instituto emitió las siguientes directivas para la selección del material de biblioteca: "todos los escritos que tengan que ver con la historia, cultura y naturaleza del judaísmo, así como los libros escritos por autores judíos en otros idiomas que no sean el hebreo y el yiddish, deben ser enviados a Francfort". Pero "los libros en hebreo o yiddish de fecha reciente, posteriores al año 1800, deben reducirse a pulpa; esto también se aplica a los libros de oraciones, Memorbücher, y a otros trabajos religiosos en idioma alemán". Con respecto a los muchos rollos de la Tora, se sugirió que "Tal vez se puede usar el cuero para encuadernación". Milagrosamente, mi libro de oraciones logró salvarse.
Siete meses después de que fueran pronunciadas estas directivas, en septiembre de 1943, los nazis establecieron un llamado "campo familiar" como una extensión de Auschwitz, en el bosque de abedules de Birkenau, que incluía un bloque separado, el "número 31", construido especialmente para los niños. El objetivo de este bloque era demostrarle al mundo que los judíos deportados al Este no eran asesinados. En realidad, se les permitía vivir seis meses antes de ser enviados al mismo destino que las otras víctimas deportadas. Finalmente, después de haber cumplido con su propósito propagandístico, el "campo familiar" fue cerrado de manera permanente.
Mientras estuvo abierto, el Bloque 31 albergó a 500 niños que convivían con varios "consejeros" y, a pesar de la estricta vigilancia, poseía, sorprendentemente, una biblioteca infantil clandestina. La biblioteca era minúscula: abarcaba ocho libros que incluían una Breve historia del mundo, de H.G. Wells, un libro de texto escolar ruso y una prueba de geometría analítica. En una o dos ocasiones, un prisionero de otro campo logró ingresar un nuevo libro de contrabando, de modo que la cantidad de unidades aumentó a nueve o diez. Por las noches, se guardaban los libros con otros bienes de valor como medicamentos y raciones de comida, en la pequeña habitación del niño de más edad del bloque. Una de las niñas se encargaba de ocultar los libros en un lugar diferente cada vez. Irónicamente, aquéllos que estaban prohibidos en todo el Reich (los de H.G. Wells, por ejemplo) podían encontrarse en las bibliotecas de los campos de concentración. Ocho o diez libros conformaban la colección física de la Biblioteca Infantil de Birkenau, pero había otros que sólo circulaban de boca en boca. Cuando lograban evitar la vigilancia, los consejeros recitaban a los niños libros que ellos mismos habían aprendido de memoria en otros tiempos, turnándose para que diferentes consejeros "leyeran" a diferentes niños cada vez: esta rotación se conocía como "intercambio de libros en la biblioteca".
Resulta casi imposible imaginar que bajo las condiciones intolerables impuestas por los nazis, la vida intelectual pudiera continuar. Una vez le preguntaron al historiador Yitzhak Schipper, que escribió un libro sobre los jázaros mientras era un prisionero del ghetto de Varsovia, cómo hizo su trabajo sin poder sentarse e investigar en archivos apropiados. "Para escribir historia", respondió, "hace falta una cabeza, no un trasero". Muchos se hicieron eco de su sentimiento, reemplazando "escribir" por "leer". Había incluso una continuación de las rutinas comunes y cotidianas de la lectura. Saber de esta persistencia del espíritu agudiza el asombro y el horror: que en este tipo de condiciones espeluznantes hombres y mujeres aún siguieran leyendo sobre el Jean Valjean de Hugo y la Natasha de Tolstoi, completaran tarjetas de pedido de libros y pagaran multas por devoluciones retrasadas, discutieran los méritos de un autor moderno o siguieran una vez más los versos cadenciados de Heine. La lectura y los rituales de la lectura se convirtieron en actos de resistencia: como observó el psicólogo italiano Andrea Devoto, "todo podía considerarse resistencia porque todo estaba prohibido". En el campo de concentración de Bergen-Belsen circulaba entre los prisioneros una copia de La montaña mágica, de Thomas Mann; un niño recordó los minutos que le asignaban para tener el libro en sus manos como "uno de los mejores momentos del día, cuando alguien me lo pasaba. Iba a un rincón para estar tranquilo y luego tenía una hora para leerlo". Un joven lector polaco, recordando los días de miedo y abatimiento, dijo: "El libro era mi mejor amigo, nunca me traicionaba; me reconfortaba en mi desesperación; me decía que no estaba solo". Es difícil entender cómo los gestos humanos de la vida diaria continuaban aún cuando la vida diaria en sí se había vuelto inhumana; cómo en medio del hambre y la enfermedad, los golpes y la carnicería, hombres y mujeres persisten en rituales civilizados de curiosidad y ternura, inventando estratagemas de supervivencia en pos de un pedacito de algo amado, por un libro rescatado entre miles, un lector entre decenas de miles, por una voz que repetirá hasta el fin de los tiempos las palabras del sirviente de Job. "Y soy el único que escapó sólo para contarles."
A lo largo de la historia, la biblioteca del vencedor se erige como un emblema del poder, depositaria de la versión oficial, pero la versión que nos obsesiona es siempre la otra, la voz de las cenizas. La biblioteca de la víctima es la que constantemente formula las preguntas: ¿Cómo es posible? ¿Y qué puede conseguirse con la lectura mientras los libros se consumen entre las llamas? Mi libro de oraciones pertenece a esa biblioteca cuestionadora.
He aquí una respuesta. Un día de junio de 1944, Jacob Edelstein, ex superior del ghetto de Theresienstadt que había sido trasladado a Birkenau, estaba en sus barracas, envuelto en su manto ritual, diciendo las plegarias matutinas que había aprendido hacía mucho tiempo en un libro sin duda similar al mío. Acababa de comenzar cuando el teniente Franz Hoessler, de las SS, entró a las barracas para llevarse a Edelstein. Otro prisionero, Yossl Rosensaft, recordó la escena un año después: "De repente se abrió la puerta bruscamente y entró Hoessler, con un aire altanero, acompañado por tres hombres de las SS. Gritó el nombre de Jacob. Jacob no se movió. Hoessler vociferó: ''Lo estoy esperando, apúrese''. Jacob se dio vuelta muy lentamente, miró de frente a Hoessler y dijo en tono parsimonioso: ''En los últimos momentos sobre esta tierra que me conceda el Todopoderoso, yo soy el amo, no usted''. Acto seguido, volvió a darse vuelta para mirar a la pared y terminó sus oraciones. Luego dobló su manto de oración sin apuro, lo entregó a uno de los prisioneros y le dijo a Hoessler: ''Ahora estoy listo''". (*)
Grupo do Yahoo ElJardíndeMilena - post de Milena Casanova
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